Llanto, suspiros y rezos en el adiós de Francisco por la Ciudad de México

*Entre el tumulto se olfateó un vacío por el adiós de Francisco. Lo decían las miradas y los gestos de quienes seguían su paso por…

Entre el tumulto se olfateó un vacío por el adiós de Francisco. Lo decían las miradas y los gestos de quienes seguían su paso por última vez en la Ciudad de México y, tras varios minutos desorientados, lo buscaban en la distancia, en el horizonte. Ancianas y niños lloriqueaban, mujeres suspiraban, hombres resistían con un trago de saliva.

Se sentía un hueco, aunque en realidad no sólo era por la despedida o la resignación a permanecer con los mismos demonios, sino por el deseo incumplido de escuchar un discurso papal más firme en contra de problemas específicos del país y de quienes han sido incapaces de resolverlos.

«Me hubiese gustado que el Papa fuera más duro con políticos, corruptos y delincuentes, que no guardara tanto las formas ni hablara con tanta generalidad», atrevió don Octavio Medina, quien pese al desazón caminó seis cuadras desde su casa hacia avenida Insurgentes para atestiguar la partida, «porque he sido católico de toda la vida y por mi fe me muero en la raya».

Doña Marisol Sánchez reprochaba que en los actos de Palacio Nacional o el Hangar Presidencial se privilegiara la asistencia de recomendados: «Eran eventos para que el Santo Padre conviviera con el pueblo, pero nos dejaron afuera, puras familias o amigos con influencias».

Otros sólo quedaron sumidos en la añoranza, porque habrían deseado una visita más prolongada odefinitiva: «YamejorqueelPapa se venga a México, porque en ningún otro país lo quieren como lo queremos aquí», era la petición de una cuarentona pequeña y gruesa quien insistía con los besos al aire aún cuando la sombra del papamóvil se había perdido.

Hundidos en la nostalgia porque reconocen en su cuerpo la nula posibilidad del reencuentro: -Ya tengo 87 años, ¿cuándo lo volveré a ver? Nunca. Ya las fuerzas 110 me dan -sollozaba una tocaya papal: doña Francisco Orozco.

-A lo mejor regresa pronto -se le ánimo.

-Ya estoy muy cansada, por eso le dije a uno de mis nietos que me trajera este último día: para mí es la despedida no sólo de México, sino de la vida. A lo mejor allá en el cielo nos reencontramos.

Otra abuela: doña Clementina Abarca se acercó durante cuatro días distintos a las inmediaciones de láNunciatura Apostólica, donde Bergoglió durmió todos los días. Contó que el domingo pasado el Papa la saludó: que rezó junto a él y otros fieles un «Ave María»: «Le gustaba acercarse a los niños, a los viejitos y a los enfermos, nos tocaba la cabeza y nos bendecía. Tenía unas manos suavecitas, y aunque hacía frío él estaba calientito, irradiaba una energía singular».

-¿Le pidió algo en especial?

-Salud y trabajo para mis hijos y nietos. Y Dios no es de los que tarda en escuchar: cuando uno le pide con fe todo se cumple: una de mis hijas tenía más de dos meses sin empleo, en ningún lado la querían aceptar. Y el lunes, un día después de que oré junto al Papa, que la llaman de una empresa. Ayer (martes) fue a la entrevista y ya la contrataron.

-Tenía que estar aquí…

-Me duelen los huesos y amanecí con dolor en la boca del estómago, pero tenía que darle las gracias. Ya me puedo morir en paz…

La comadre de doña Clementina, una regordeta sin dientes, no paraba de dirigir alabanzas divinas.

Respondió con enfado cuando se pretendió captar su testimonio: «Que no ves que no estoy rezando».

-Sólo quiero…

-Nada. El Papa dijo que rezáramos por él. Fue lo único que nos pidió, y ni modo de fallarle.

Corrían los niños con uniforme y mochila. Qué importaba un retardo en la escuela con tal de ver la mano papal en lo alto… También los oficinistas y demás asalariados le robaban minutos a la jornada laboral.

Era el último susurro, el último perdón. La última súplica sobre banquetas, puentes, desniveles, balcones y azoteas, mientras volaban rosas blancas y las banderillas se zarandeaban por la ventisca.

Treinta y cuatro minutos de la Nunciatura -donde masificó bendiciones desde el amanecer al Hangar Presidencial. Golondrinas para Francisco, de voz en voz, de garganta en garganta. Era el púlpito extendido de los ojerosos y madrugadores, de los desvelados y necesitados.

El murmullo era de enfermos que habían aliviado dolencias, de suicidas que encontraron un nuevo chispazo en la vida, de adversarios en matrimonio que, por un milagro, se enamoraron de nuevo…

Eran los cierres finales en una ciudad atrincherada durante seis días. Ese adiós triste significaba para algunos un poco de calma: «Porque ya era demasiado caos vial, millones de pesos para protegerlo y policías distraídos de sus actividades cotidianas».

Francisco se fue. Se perdió ya su rastro por Churubusco. Y el ulular de las patrullas no se escucha más. Unos pedían pañuelos. Abrazos, consuelo. Miradas al cielo, porque en un rato pasará el avión.» ¿Dónde está mi estampita del Papa?», preguntaba don Filemón, atormentado por el vacío y por el destino trágico de sobrevivir entre los mismos demonios…