LUGARES de VALLARTA (2):
Boca de Tomates.
La crónica.
Puerto Vallarta es tierra de leyendas. Cada lugar de la región tiene una o varias. Boca de Tomates tiene la suya: El Gentil; referente a extraña criatura, híbrida de ser humano y pez, que según se dice, ha provocado un susto a más de alguno.
Además, Boca de Tomates, asiento de pescadores desde hace muchos años, es lugar histórico de Vallarta.
Debe su nombre a la desembocadura del río Ameca, límite entre los estados de Jalisco y Nayarit; pero también lo debe a una planta, natural de América y abundante en esta región: el tomate silvestre, tomatillo o jaltomate. Planta de la familia de las solanáceas, cuyo nombre deriva del vocablo náhuatl xaltomatl; de Xal, arena; y tomatl, tomate: tomate que se da en la costa, cerca del mar.
El nombre de esta planta, al parecer extinta en la región, es herencia cultural de los ancestros, probablemente de la cultura Aztatlán, que tuvo su asiento en la región entre los años 900 d.c. y los 1200 d.c.
Recuerdos infantiles afloran en mi memoria y visualizo a este frutillo redondo y del tamaño de una canica. Los había de dos colores: amarillo, como el pechito de una calandria, y anaranjado intenso, como las plumas de un pajarillo local, la mantequera. La tomatera o planta que los producía en abundancia, a lo sumo llegaba a crecer un metro de altura. Cuando se levantaban las cosechas del frijol o del maíz, se mostraban las matas de jaltomate en todo su esplendor. Entonces, el campesino las arrancaba de raíz y, en greña, las llevaba a casa. Sobre el nixtenco o fogón de la cocina, a distancia prudente, la señora acomodaba las matas cargadas de frutos, con la finalidad de que el humo diario lo preservara de la corrupción. Así, ante la ausencia del refrigerador, los tomatillos se conservaban durante meses.
Cada día, la mujer del campesino desprendía algunos jaltomates y los llevaba hasta el molcajete, junto con la sal de grano y el chile verde, para preparar la salsa molcajeteada, de un sabor de “Dios y Padre nuestro” que añoran hoy los paladares regionales. Sabor que armonizaba de maravilla con los frijoles refritos en manteca de cerdo y las (recién salidas del comal) tortillas de maíz nuevo.
Se han ido los tomatillos del campo, como se han perdido para siempre muchas especies de la flora y de la fauna de nuestra región. Y aunque en nuestros tiempos se prepara la salsa con el jitomate moderno (mejorado genéticamente para hacerlo más productivo o comercial), esta salsa ya no sabe igual, por la ausencia del tomate silvestre y porque, en las prisas de la vida moderna y la inclinación a la comodidad, las mujeres de hoy han cambiado el molcajete de piedra por la licuadora digital (esa de chorrocientasmil velocidades, que se enciende con la pura mirada) y, entonces; la salsa licuada jamás igualará, ni mucho menos, a la sabrosísima, mexicanísima salsa en molcajete.
Quienes tuvimos la suerte de nacer y vivir la infancia en este hermoso Valle de Banderas, jamás olvidaremos el placer de comer una tortilla recién salida del comal (de ese comal rojísimo de barro, embijado por delgada capa de cal), una inflada tortilla, digo, calientita, de maíz reciente, blanda y fragante y…sobre de ella… un cucharazo de salsa de jaltomate. Umm ¡Qué tiempos aquellos!
No en balde, el ingeniero Luis Federico Sánchez Melchor, Ixtapense y amigo de la infancia, evoca este sabor en su poemario “De la Palmera al Olivo”, y exclama nostálgico ¡En dónde están mis jaltomates?
Del Boca de Tomates histórico hemos de decir que frente al lugar atracaban los barcos que habrían de ser cargados con toneladas de plátano roatán, producto de la cosecha de la Montgomery Fruit Cómpany, establecida en Ixtapa allá por los años veinte del siglo pasado. Hasta Boca de Tomates llegaba el trenecito, después de haber recorrido la recta de lo que ahora es el tramo carretero desde El Crucero de Las Juntas a Ixtapa. Y aún más allá, desde las plantaciones de “Colimilla y Ameca”.
Don José Manuel Gómez Luquín, vallartense radicado en Ixtapa, que a finales de la década de los veintes era niño de 9 o 10 años de edad, nos cuenta que, junto con un racimo de chiquillos, sus amigos, esperaban a que el tren aminorara su velocidad para prenderse de uno de los carros e irse de moscas hasta la Boca de Tomates, en paseo gratuito. Allá había un campamento para los estibadores. También algunos changarros que vendían limonadas embotelladas, pan de fruta, charamuscas y otras tantas burundangas de la época.
Don Ireneo Ruíz platica que el plátano era llevado desde la playa hasta el barco, en lanchones de madera, fabricados por la familia Villaseñor: Salvador, Leoncio y Eliseo Villaseñor. Eran carpinteros de oficio, traídos por la compañía gringa desde El Chante, Jalisco; poblado cerca de Autlán de La Grana. Por eso la gente aquí les apodaba “Los Chantes”. También les pusieron el mote de “Los Tapancos”. En Boca de Tomates establecieron el astillero. Hasta allá les llevaban la madera.
La anécdota.
Los chiquillos descubrieron a la serpiente y empezaron a perseguirla. A tiros de resortera atajaban sus esfuerzos de fuga, la cercaban. El reptil, negro y de dos metros de longitud, en urgente necesidad de ponerse a salvo de aquella pandilla poseída por ánimos de cacería, intentó meterse en una guarida de cangrejos, pero no pudo. O era muy estrecha o encontró ocupada la covacha… Ante la imposibilidad de huir, el animal se vio obligado a atacar. De repente se levantó en vertical, en más de la mitad de su cuerpo y alcanzó con sus colmillos la mejilla de uno de los guerreros infantiles, Julio, de doce años de edad. Era el tiempo de aguas del año de 1960; el aeropuerto de Vallarta estaba aún en ciernes y el presidente municipal era Juan Martínez Perales.
Los niños se habían reunido bajo los frondosos mangos de la antigua colonia gringa de La Montgomery Company, en el indómito Ixtapa de aquellos tiempos. Era un sábado nublado y húmedo, especial para cazar cangrejos. Juan, el mayor del grupo, les había propuesto:
– ¿Qué les parece si vamos a La Boca de Tomates, a cazar los cajos?
– Yo creo que debemos ir a casa, para pedir permiso a mamá- dijo Emilio.
– Pero si no nos vamos a tardar. En dos horas estaremos allá, dos horas para cazarlos y dos más para regresar… Son las nueve; a las tres de la tarde estaremos de regreso.
El grupo de chiquillos abandonó el poblado, cuyos límites de entonces llegaban a la vieja casona de don Eduviges Muñoz, otrora hospital de la compañía bananera norteamericana, establecida en los años veintes del siglo pasado.
Tomaron la brecha, recta y arenosa; la misma que sirviera por muchos años como pista de carreras de caballos y que hoy es la avenida Independencia. A un lado y otro se extendían enormes potreros de pastizales de guinea, propiedad entonces de la familia Ortiz, en donde en tiempos de aguas alimentaban su ganado. Llegaron al entronque de lo que hoy es el tramo carretero Las Juntas-Ixtapa, entonces de terracería, sin adivinar sus mentes infantiles que treinta años después el doctor Efrén Calderón, como presidente municipal, se empeñaría en pavimentarla hasta Las Palmas, contra el viento y la marea de la opinión pública vallartense.
Los chiquillos echaron un vistazo por aquella brecha que sabían les conduciría hasta la desembocadura del río Ameca: La Boca de Tomates. Sabían también, por tradición oral, que sobre ella, en los años de la Montgomery se había tendido la vía férrea del tren que acarreaba el plátano, desde las plantaciones hasta el embarcadero, en la misma Boca de Tomates. También sabían de las innumerables leyendas que el imaginario popular había tejido acerca de esos lugares, en tiempos de “La Bonanza”. Leyendas como la “Chífora”, enorme boa de dos cabezas que cuidada los platanares y que devoraba enteros a quienes por ahí incursionaran con intenciones de robarse los plátanos; o la del “Foquito de la vía”, movido por el ánima en pena de un trabajador guardagujas de la Montgomery, que una noche se le apareciera a Raúl Vega, luego de un regreso tardío de su parcela.
Si, la brecha era larguísima para las piernas infantiles, y no ofrecía la posibilidad de un aventón en carro, pues en aquellos años y en tiempos de aguas, los escasos automotores que existían, transitaban hacia el puerto por la brecha del Zarco, para salir a las lomas del Coapinole, evitando los terrenos fangosos y el estero del Salado. Si, larga la brecha, y aunque parecía interminable, de mayores dimensiones eran el entusiasmo y la sed de aventuras de los chicos, que iban entretenidos tirando resorterazos a las lagartijas que asomaban por los postes de los potreros, o a los cuisis que cruzaban a su paso. Entre sembradíos de maíz y plátanos, el sendero lucía densamente bordeado por árboles de higuera, parotas, guásimas y catispas. Las mataisas y camichines en maduración eran el deleite de los pericos, que en sábanas de verdor cubrían el follaje para degustar los dulces frutos. Su festín se interrumpía al paso de los chiquillos que, resorteras en ristre, hacían volar a las escandalosas aves, tratando de poner sana distancia entre la piedra y la pluma. Entre risas y bromas avanzaban los chicos, endulzando sus oídos con trinos de pajarillos, abundantes entonces: el churío, el luis y el abejero, de pardo lomo y pechito amarillo; las mantequeras, de vivos colores anaranjados; el azulado chereque; la encendida calandria; el vivaz pisito; el zanate tornasol… ¡Cuánta riqueza en vida animal de aquellos tiempos! Riqueza que se fue extinguiendo por el uso de los insecticidas en los cultivos agrícolas.
Al filo del mediodía los mozalbetes llegaron al fin a donde se estaba construyendo el aeropuerto. Entre un bosquecillo de árboles de jarretadera descubrieron un enorme depósito de concreto, lleno de chapopote disuelto, cuyo brillo, que les recordaba el plumaje de los sanates, les dejó fascinados. El hermano menor de Juan, José de Jesús, incapaz de soportar el encanto de aquella visión del progreso, metió en el líquido viscoso los dedos de una mano. Minutos después, al tratar de espantarse un enjambre de zancudos, dejó su rostro tan pintarrajeado como el de un guerrero de los indios banderas.
Al penetrar en un bosque de guamuchilillos descubrieron la culebra. De boca de Juan saltaron apresurados los imperativos:
¡Javier, tú por la derecha! ¡Emilio, por la izquierda! ¡Julio, que no escape, brótale por delante! ¡Yo le tapo por aquí, para que no se regrese!
Los chiquillos, a cual más, disparaban sus resorteras; en algarabía, cual parvada de guacamayas en racimo. El reptil, en su urgente necesidad de ponerse a salvo de aquella pandilla de niños poseídos por ánimos de cacería, probó meterse en una guarida de cangrejos, pero no pudo. La encontraría ocupada o la covacha era muy estrecha… El animal, acorralado, ante la imposibilidad de huir, se vio obligado a atacar. Erguida en más de la mitad de su cuerpo, la serpiente alcanzó con sus colmillos la mejilla de uno de aquellos guerreros infantiles, Julio, de doce años de edad.
El suceso congeló los ánimos de todos. El ofidio aprovechó el desconcierto y escapó. El entusiasmo se convirtió en congoja. Juan se preguntaba si la serpiente fuera venenosa. Ante el susto, acordaron regresar de inmediato para que a Julio lo revisara un médico. Por el camino encontraron a un adulto. Al consultarlo y darle santo y seña del animal, el hombre les consoló.
-Si es como dicen, se trata de un tilcuate. Los tilcuates no son venenosos; dejen de preocuparse. De serlo, ya se le hubiera hinchado la cara; y miren, no…
Cuando llegaron a casa; José de Jesús, el menor y más asustado, confió la aventura clandestina a su mamá.
Enojada, se dirigió a Juan:
-¡Tú eres el carcamanero! – Y dirigiéndose a Emilio, le ordenó: ¡A ver, muchacho; trae acá la vara de arrayán que tengo tras de la puerta!
Esa noche cayó una tormenta copiosa e histérica en relámpagos. “Un tormentón de esos que ya no se usan”, como diría el Chino Salvatierra. Juan no pudo dormir sino hasta muy entrada la madrugada. Los azotes habían dejado de doler pero se quedó pensando en el tilcuate; en el horrendo brillo de chapopote líquido de sus ojos al atacar.
La leyenda.
El día en que de verdad se le apareció el gentil, su conducta cambió completamente. No buscó más al grupo de pescadores para platicar de la criatura extraña; para sostener con pruebas y argumentos la existencia del monstruo. Ahora se le sorprendía a menudo gesticulando, hablando a solas.
Porque él, Pancho Jiménez, se había dedicado a reavivar el mito, a sostener contra viento y marea la existencia del ser contranatural. Se defendía de bromas y de burlas, presentando como pruebas los díceres ajenos. Historias de antaño, que le platicaran y creyera a pie juntillas. Historias como ésa de Sabino Rhon y Tiburcio Leyva, quienes le habían platicado que una mañana de pesca, frente a las playas de Jarretaderas, se toparon con el gentil. Navegaban en canoa cuando de pronto Leyva gritó: ¡Una sirena, Sabino; una sirena! Y lanzó su atarraya. El gentil, atrapado, aboyó furibundo. Resoplando endemoniado jaló la red a Leyva, que estuvo a punto de caer al agua. Sabino, movido por el miedo, asestó un golpe en el pecho de la bestia con un machete mohoso que traían para abrir conchas de ostión. La criatura sumergió, arrancando la atarraya de las manos de Leyva.
Alegaba Pancho también, a favor de su verdad, que los hijos de Sabino: Tico y Julián, habían avistado al monstruo una tarde, casi al anochecer, rondando las canoas. Temiendo que fuera un ladrón de boyas y remos, se le acercaron. Con la escasa luz del crepúsculo les fue imposible distinguir al intruso. Cuando la tuvieron cerca, la criatura huyó, internándose en el mar. Los hermanos pescadores, creyendo aún que se trataba de un ser humano, intentaron seguirlo; pero al descubrir sus huellas de pato gigante en la arena, regresaron asustados a su choza.
Aquel “Panchillo Mentiras”, como a sus espaldas le apodaban los pescadores, argüía además la experiencia sufrida por Botillas y Chinto Cabrestero, una noche, en el estero de Boca de Tomates: estos platicaban que cierta noche, colocando trampas a las jaibas, desde un mangle se desprendió pesado bulto y cayó sobre la canoa, haciéndola casi zozobrar. Espantados, descubrieron que el gentil los tenía al alcance de sus garras. Como Dios les dio a entender, lo mantuvieron a raya con la antorcha de trapos que llevaban. Luego de un rato, que les pareció eterno, lograron echarlo al agua.
Todas estas y otras versiones alegaba Pancho acerca de la existencia del gentil. Versiones que nadie creía; que él tomaba por ciertas y contaba a turistas y comensales de los restaurantes de mariscos de La Boca de Tomates para granjearse una cerveza.
Pero un día… vio de verdad al gentil. Miró al hombre- pescado en carne y hueso. Lo vio en las peñas que mar adentro están frente a La Cruz de Huanacaxtle. Hasta allá había recalado Panchillo en su canoa, persiguiendo cardúmenes. Lo vio sentado en las rocas, tomando el sol, envuelto en su piel verde y escamosa. Con su pico espinoso en el pecho, sobre el que asestara el machetazo Sabino, años antes. La criatura se dejó mirar sólo un instante y luego se arrojó al mar.
Pancho regresó a casa, trastornado; convencido como nunca de que el gentil era cosa cierta. No le contó a nadie. ¿Para qué? No le iban a creer.
Desde entonces se le empezó a mirar taciturno.
Al tercer día, no resistiendo las preguntas de su mujer, alivió un poco su pecho solitario al contarle su experiencia. Pero aún así, seguía extasiado.
Uno de sus hijos había preguntado:
-Madre, ¿Sabes qué le pasa a mi padre?
– Vio al gentil.
-Pero…si toda la vida lo ha visto…
-Ahora fue de verdad.
-Mmm
Cuentan que a partir de aquel día el gentil se dejó ver por toda la bahía: Ahora en Quimixto, mañana en Bucerías. Un día en Mismaloya, otro día en Punta Mita… Dicen que eran visiones fugaces, como un relámpago, como un furtivo rayo de luna entre la selva.
En tanto, Pancho Jiménez, en arrebato de soledad, se hizo a la mar una mañana. Llegó la noche y el hombre no regresó. Al día siguiente sus hijos organizaron la búsqueda con ayuda de la comunidad de pescadores. Fue hasta el tercer día cuando encontraron su canoa en el centro de la bahía. De Pancho, ni sus luces. Lo dieron por muerto. Pensaron que, enloquecido, se habría arrojado al mar. Se le ofició misa de cuerpo ausente y se rezó el novenario.
Habían pasado quince días de su desaparición, cuando Pancho se reveló en sueños a su nieta Delgadina. Le habló así: “No sé donde he caído, ni si podré regresar. Estoy bien, no se preocupen. Soy dichoso. Me divierto asustando gentiles en un mundo de luces y reflejos donde, al igual que yo, todo es de cristal.