* “Noblesse oblige”: “Vivir a gusto es de plebeyo: El noble aspira a ordenación y a ley”. Goethe.
Mi corazón es bodega. Ayer, ni más ni menos, me volví a enamorar. Con poco tengo, hasta eso: Una escultura, un cuadro, un poema, a veces basta un párrafo y ya está: Batiendo como tambora sinaloense. A Ortega y Gasset lo leí hace demasiado tiempo; ayer lo redescubrí. Escribió: “Todo, todo es posible en la historia -lo mismo el progreso triunfal e indefinido que la periódica regresión-. Porque la vida, individual o colectiva, personal o histórica, es la única entidad del universo cuya sustancia es peligro. Se compone de peripecias. Es, rigorosamente hablando, drama”.1
Y de la mano del filósofo español, llegué a estos versos de Horacio: “Nuestros padres, peores que nuestros abuelos, nos engendraron a nosotros aún más depravados, y nosotros daremos una progenie todavía más incapaz”.2 Es decir, esa sensación de ahogo, de que el mundo está por acabarse, de que cada generación es peor que la precedente no es algo nuevo; data, aquí queda demostrado, de una sensación más o menos colectiva que, por lo menos, ha asolado los espíritus desde hace dos mil años. Pero, a ver, ¿a qué tanto drama? Vayamos en orden:
Resulta que la mamá de un amigo muy querido, periódicamente exclama la frase que sirve de título a estas líneas: “¡Ah! ¡Pero me voy a ir!” -Clamor al que provisionalmente llamaremos “BALA” (pues navega entre el Berrinche, la Advertencia, el Lamento y la Amenaza)-. Leído así no parece alarmante; semeja más una llamarada de petate. ¡Ah! Pero no se nos olvide que la autora del ultimátum es una progenitora… Una mamá; o séase, algo así como que una de las ruedas del Mundo. Porque la de “Mamá”, es una palabra que convoca todo lo bueno; decir “mamá”, es decir “pilar”, “cimiento”, “puerta”, “ventana”, “rincón” y “techo” y “fuego del hogar”. Pues imagínese usted, entonces, la conmoción, el espanto de la concurrencia, su aturdimiento, cuando, al borde del paroxismo, la mamá gemía (y ya se sabe cómo gimen las mamás): “¡Ah! ¡Pero me voy a ir!”. El mundo se quedaba en suspenso, atónito, paralizado; y sólo después de un tiempo comenzaba a respirar de nuevo. Así fue hasta que un día, mi amigo, que es muy sensato, harto de tanta andanada entrecerró los ojos hasta que no quedaron más que dos rendijitas e hizo una pregunta fundamental -y obvia (y que por obvia no se le había ocurrido a nadie)-: “Y si te vas, ¿a dónde te vas? Digo, ¿es que a dónde puedas ir que no haya problemas. ¿A dónde que no debas madrugar, trabajar, pagar impuestos y lidiar con los mil y un problemas cotidianos? Y si ese lugar existe y si tú lo conoces, ¿por qué no nos invitas?”. Claro que, al no tener respuesta para ésa y el resto de las preguntas, la mamá de mi amigo como cualquier mamá que se respete, guardó silencio y cambió de tema.
No, no nos podemos ir del mundo; no podemos salirnos de él; no, por lo menos, si deseamos seguir viviendo. La cita de Ortega me parece pertinente, porque en esta hora de tanta lamentación y tanta pérdida, pareciera que los recursos morales se agotan y sólo queda el hastío que se convierte en hartazgo; y una aflicción perpetua que se torna en un mal hábito.
Y a reserva de parecerle a usted, querida lectora, gentil lector, un pesado, me voy a permitir reproducir algunos párrafos del ilustre pensador español que sirven para recordarnos que somos usted y yo, el único motor del mundo; que somos usted y yo, la razón cotidiana que necesitamos para vivir; que somos usted y yo, el primero y el último recurso a nuestro alcance; que somos usted y yo, pozos inagotables de amor, de sabiduría, de bondad, de valor, la diferencia entre una generación derrotada, vencida, y otra mejor, más plena, más sensata, más digna. Escribió Ortega:
“La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo determinado e incanjeable: En éste de ahora”;3
“La fatalidad en que caemos al caer en este mundo […] En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias, en consecuencia, nos fuerza… a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. […] Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir”;4
“Es, pues, falso decir que en la vida ‘deciden las circunstancias’. Al contrario: Las circunstancias son el dilema, siempre nuevo, ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter”;5
“La nobleza se define por la exigencia, por las obligaciones, no por los derechos […] Los privilegios de la nobleza no son originariamente concesiones o favores, sino, por el contrario, conquistas”;6
“Toda vida es lucha, el esfuerzo por ser sí misma. Las dificultades con que tropiezo para realizar mi vida son precisamente lo que despierta y moviliza mis actividades, mis capacidades”;7
“El hombre de cabeza clara es el que […] mira de frente a la vida, y se hace cargo de que todo en ella es problemático, y se siente perdido. Como esto es la pura verdad -a saber, que vivir es sentirse perdido-, el que lo acepta ya ha empezado a encontrarse, ya ha comenzado a descubrir su auténtica realidad, ya está en lo firme”,8 y
“Instintivamente […] buscará algo a que agarrarse, y esa mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz, porque se trata de salvarse, le hará ordenar el caos de su vida”.9
Pensar de otro modo es darse por vencido, es claudicar, es rendirse. Es consentir que el mal triunfe y, para colmo, sin pelear.
Luis Villegas Montes.
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