Santa Cruz de Quelitán.

Historia y crónica.

Santa Cruz de Quelitán, población risueña de nuestra región, esconde sus encantos entre las faldas de la sierra, al noreste de la cabecera municipal, Puerto Vallarta. Protege sus espaldas el Cerro Bola, enorme mole con piel de clorofila, dragón guardián de un gran tesoro, que desde sus altas terrazas de indios domina el horizonte y la bahía, sin perderse, desde hace ya milenios, el oro y el carmín de sus atardeceres.

Santa Cruz de Quelitán es muchacha provinciana, candorosa y tímida, que en su nombre nos remonta a los orígenes: Quelitán viene del vocablo náhuatl Quilitl, quelite verdura, hierba comestible; y la posposición Tlan, cerca de, entre. Quilitlan, pues, sería el nombre primitivo: lugar que está cerca de los quelites o entre los quelites.

Con el contacto español, la palabra se transformó en Quelitán, misma que aparece en el documento histórico “La Relación de la ciudad de Compostela”, fechada en dicha localidad, a 26 días de noviembre de 1584, redactada por el teniente de alcalde mayor, Lázaro Blanco, con asistencia del escribano Antonio Muñoz. Es decir, Quilitlan, hoy Quelitán, era una población indígena de nuestra región Valle de Banderas, desde antes de la llegada de los españoles (l525).

Conocí Santa Cruz de Quelitán en septiembre de 1969. Una mañana húmeda, luego de una noche de copiosa lluvia, mi tío Valentín Gómez y yo emprendimos camino a lomo de sendas cabalgaduras. Él iba a cobrar una deuda y yo, joven de veinte años, iba a estrenarme como maestro rural de escuela primaria. Habíamos salido de Ixtapa a las ocho horas.

Enfilamos por el sendero de “El Paso Real”, entre sembradíos de maíz de temporal y pastizales. El camino, anegado por charcas de la lluvia reciente, imponía su ritmo a nuestras pretensiones de llegar lo antes posible (mi tío tenía que regresar el mismo día). Al monótono paso de caballos se sumaban el coro de las ranas por millares y la algarabía de los pericos, tratando de abrir resquicios en nuestros pensamientos. No sin dificultades cruzamos el río Mascota y pronto llegamos a El Ranchito. Ahí eran los límites de mi mundo conocido, merced a las competencias deportivas escolares en la lejana infancia. Habíamos recorrido la mitad del camino. Continuamos, para remontar por largo trecho un arroyo ancho, de aguas mansas y superficiales. Luego, lo abandonamos para emprender cuesta arriba. Un sendero estrecho nos llevaba, ya a la izquierda, ya a la derecha, ya subiendo, ya bajando, como jugando con nosotros, culebreando, abriéndose paso entre bosques de capomos y parotas rabiosamente verdes. El camino era espeso túnel de clorofila por donde asomaba intermitente el sol, para dejarnos contemplar el vuelo de la urraca o el plumaje encarnado de la coa. De repente, al voltear hacia un lado u otro del sendero, me asaltaba la mágica visión de las higueras, de tallos vigorosos, que arponeaban al suelo con chorros de fibra y de madera.

Eran los tiempos en que aún no enseñaba sus dientes la enconosa motosierra, los lentos  y heroicos tiempos del hacha y el machete. Cuando el hombre se batía en duelo leal con la naturaleza, sin alevosía ni ventajas; sin abusos…

El sendero nos obligó a cruzar por enésima vez el arroyo arenoso y, al librar una mediana cuesta, nos encontramos de pronto inmersos en la villa. Santa Cruz de Quelitán era entonces una aldea de treinta casas desperdigadas en terreno irregular, separadas por árboles y arbustos, flotando en una atmósfera sonora de trinos, murmullos del arroyo, cacaraqueo de las gallinas y notas de las canciones “coamileras” de Las Jilguerillas.

Después de tres horas de camino habíamos llegado. La tierra lucía feraz, olorosa a arcilla, a trastecito nuevo. Por doquier se advertían los “lloraderos” de agua, los manantiales.

Al transcurso de los días me percataría de que era una comunidad relativamente nueva; conformada por algunas familias oriundas del lugar, pero la mayoría venidas de diferentes regiones. Eran solicitantes de tierras, que se encontraban en proceso de reconocimiento legal de su ejido. Proceso largo y penoso, que les había costado no pocos descalabros, encarcelamientos y enfrentamientos de violencia, provocados, al parecer, por la corrupción de autoridades locales, en contubernio con supuestos pequeños propietarios, que alegaban derechos sobre las tierras solicitadas.

Era una población unida por el interés común, cuya moneda corriente era la solidaridad; cuyo color de identidad eran los lazos de cooperación, de ayuda mutua; en donde cualquier problema se convertía en causa común. Fue una experiencia aleccionadora el año que laboré entre ellos, como profesor de su escuela, Justo Sierra por cierto, su nombre.

Recuerdo aquellas noches de otoño, densas, en las que la luz eléctrica brillaba por su ausencia. Noches, que los quelitenses despintaban con cachimbas y quinqués alimentados con petróleo. Aquellas noches frescas de noviembre y diciembre, las del firmamento diáfano, huérfano de nubes, cuando las estrellas parecían tan cercanas que se antojaba tocarlas con las manos.

O aquellas mañanitas frescas de enero, cuando me despertaba el gallo con su canto y el olor a café de capomo; o el palmoteo modelador  de tortillas de maíz de las madrugadoras mujeres de Santa Cruz de Quelitán. Entonces, a lo lejos se escuchaba una canción bravía del charro cantor Jorge Negrete o… “Caminito de Contreras” en la voz entrañable de Lucha Reyes, salida de las bocinas de algún aparatito de radio, marca “Majestic” quizá, alimentado por pilas.

Eran las seis de la mañana. Me quedaban dos horas para bajar al arroyo; hacia el baño matinal, para luego regresar a desayunar. Después del chapuzón, contemplaba un momento el Cerro Bola, a cuyos pies se encuentra la aldea. Ese coloso, que cual dragón guardián del tesoro de Los Nibelungos, guarda también sus secretos. ¿Podría decirnos, si hablara, dónde exactamente se encontraban los vestigios del antiguo poblado indígena de Quilitlan, del que hace referencia el teniente de alcalde mayor, Lázaro Blanco, en su Relación de la ciudad de Compostela? ¿Sería acaso en donde, siglos después, se estableciera la hacienda del Ojo de Agua, de don José Matute? O ¿En la Mesa del Tenamazte, donde Joseph Mountjoy encontrara, a finales del siglo XX, cantidad inusual de metates guilances, lo que hizo suponer al antropólogo norteamericano que se trataba de un pueblo tributario de tortillas de una antigua hacienda española?

Al parecer, Quilitlan, o Quelitán ya españolizado, siempre estuvo poblado por indios, al menos durante los trescientos años del dominio español en México. En el Diccionario Biográfico del Occidente Novohispano (siglo XVI, Tomo D-G, de Thomas Hillerkuss), al hablar del señor Bernabé García, comerciante y Alcalde Mayor de Santiago Temichoque (hoy Valle de Banderas), se menciona que esta persona:

[…] “Compró durante muchas almonedas públicas en Guadalajara, tributos de pueblos de indios: el 9, 10 y 13 de diciembre de 1574, de los pueblos de […] Acatispa, Orita y Ixtapilla, Santiago Temichoque y Quilitlan- provincia de Tepic”.

Y más delante menciona que el mismo personaje compró: […] “El 9 y 10 de enero de 1586, de Copala, Quilitlan, Cuzcatitlán, , Camotlán y Cuyutlán -de la jurisdicción mencionada- : 66 y 7/12 fanegas de maíz y 105 pollos”.

En informe enviado en 1623 a Fray Francisco de Ribera, Obispo de Guadalajara, sobre las poblaciones de esta región, se menciona a Quelitán como pueblo de indios con diez o doce habitantes, situado a tres leguas de Santiago Temichoque o pueblo de Valle de Banderas.

Desde tiempos de la Colonia, la actual superficie del ejido de Santa Cruz de Quelitán ha sido tierras de agostadero. Superficie serrana para pastoreo de ganado mayor que tiene entre sus más preciados atributos el árbol nutritivo de “capomo”, cuyas hojas y frutos tanto nutren y gustan al ganado vacuno. Todavía en la actualidad, al término de la temporada de lluvias, los ganaderos de la región suben “al cerro” sus reses para que se alimenten allá durante el tiempo de “secas”.

Leyenda.

Elías Rosales bebió la tercera cerveza, en conocido restaurante de La Desembocada, y pidió la cuenta.

El Güero Palancas, dueño del local, le preguntó extrañado:

—   ¿Pero porqué tan pronto mi “Lías”? Si acabas de llegar, échate una por la casa.

—   No Güerito; si desde Ixtapa me vine “picado de alacrán”, con otra más, me embriago. Y… yo, borracho, soy capaz de pelearme hasta con el diablo.

—   No diga eso, joven, y cuide sus palabras—le dijo un viejecito que se hallaba sentado cerca de la entrada del local.

Elías se quedó mirando al anciano, con interés; era el mismo a quien había obsequiado una moneda de diez pesos a su llegada. El fuereño le había parecido, por su aspecto, un indiecito cora, de esos que bajan de la Sierra del Nayar de vez en cuando. Traía sombrero con adornos de chaquira y una burra de otate por bastón.

Elías le contestó altanero:

—   Pierda cuidado, abuelo. No sólo soy capaz de pelearme con el chamuco, si no… ¡hasta de ganarle!

—   Entonces qué, mi “Lías” — terció El Güero en forma conciliadora— ¿te quedas otro rato? Tengo ostiones frescos de Tehua…

—   No, “Palancas”; la verdad es que se me hizo tarde y tengo que subir al cerro por una vaquilla mañosa que no he podido agarrar ni con perros tigreros.

—   Pues, tú te la pierdes mi vaquero, porque…tengo un ceviche de dorado que…

—   Párale y mejor dame un seis, para el camino. Y usted, anciano, no se preocupe. A mí el Chamois, como el viento a Juárez, también me arrisca el sombrero.

Dicen los que lo vieron (ya ven la gente cómo es), que Elías pasó en su Chevroleta en zumba por El Ranchito, rumbo a Santa Cruz de Quelitán, con el estéreo a todo volumen, tachonando el camino con notas musicales de José Alfredo Jiménez.

Al llegar a Santa Cruz de Quelitán, frenó frente a la casa de don Filiberto González y, sin saludar (¡pues ya se le había hecho tarde, caramba!), bajó el macho prieto (su montura) del cajón de la pick up, sacó de la cabina los tres botes que le quedaban, montó sobre el animal y, presto, enfiló por el camino del Trozadero, decidido, sin siquiera voltear hacia la casa de su compadre Bartolo Hernández.

Quien le hubiera visto no habría creído que el vaquero iba encabritado, iba molesto hasta la coronilla. Era éste el tercer intento por bajar del cerro a la vaquilla josca, la cual había perdido en un juego de naipes y ahora tendría que llevar el animal hasta las puertas de la casa del ganador, un ganadero de El Pitillal, que ya le había echado el ojo a la “Josca”, dizque porque tenía sangre de “prosapia” (pinche palabrita), y del que…hasta sospechaba que había hecho trampa en la baraja, el muy jijo de la…

La mera verdad le daba coraje meterle dinero bueno al malo y hasta había pensado encargarle a Niquillo Gutiérrez el asunto de la vaquilla, “chance y me saliera más barato el negocio, aunque tuviera que pagarle al de El Ranchito, pero no… hay que tener dignidad, que van a pensar en el plan; que Elías Rosales no pudo con la josca, pinche animal, te topaste con tu padre, ahora si te vas a fregar, la tercera es la vencida…”

Al llegar al cerro de Quelitán recordó las palabras tartamudas del Gordo Melchor:

—   Aaallá e en la ca cañada del Naranjo annnda tu vaquilla, vale. Yo la quise lazar pe pero n no pude. E el animal parece que titiene “enteligencia”.

Y hacia la cañada del Naranjo se dirigió Elías Rosales, dispuesto a traerse, ahora sí, al maldito animal. Iba echando pestes durante el descenso. Le enchilaba recordar las palabras a destiempo de su compadre Justo Meza: “Yo vi de plano cuando te hicieron trampa, compadre; pero qué querías que hiciera…los mirones son de palo…” ¡Hijo de la chintola! ¡Perra suerte! ¡Dinero bueno al malo!

Al llegar a una pequeña explanada miró a la vaquilla. El animal nomás lo advirtió, resopló y disparó hacia el breñal.

—   ¡Hija de tu chin…! — resopló también el vaquero.

Y atando el macho de un árbol de capomo (porque sabía que en esos montes sólo a pie podría llegarle a la res), descolgó de la cabeza de la silla la soguilla de cuero crudo y se fue, prudente, en pos de la josca.

Con pasos lentos y palabras suaves, el vaquero trataba de lograr su intento. Después de hora y media, sus esfuerzos resultaban vanos. El calor de la temprana tarde le asfixiaba, los arañazos de las espinas lo habían puesto de peor humor, los pies hinchados en los botines nuevos le… ¿Por qué había traído estos botines nuevos, desoyendo las razones de su mujer? Recordó los ostiones Tehua con el Güero Plancas, las cervezas heladitas…!Pinche animal ingrato! ¿Prefieres la soguilla y los tratos inclementes de Niquillo Gutiérrez? ¿Eso quieres? ¡Eso tendrás! ¡Por más caro que me cobre… no me ha de costar la vida!

Y a punto de claudicar, escuchó el crujido de cascos en la hojarasca. Miró a su macho, que venía en su dirección, a su encuentro.

— ¡Eh! Se soltó mi macho. Seguramente no lo amarré bien. Mejor. Así no bajaré a pié la cuesta. Ya no aguanto ni los calcetines. Lo mejor será que vaya yo a probar el ceviche de dorado que tanto me presumió por la mañana el Güero Palancas. De pasada, en El Ranchito, le diré a Nicolás que se haga cargo de la “Josca”.

Dicen que (ya ven la gente cómo es), derrotado, Elías Rosales montó sobre el macho. Y no bien lo hizo, el animal empezó a reparar. Elías, en su juventud había sido excelente jinete, reconocido en toda la región, y hasta campeón nacional de jineteo de toros; pero los años no pasan en balde… Al vaquero le extrañó el comportamiento de su montura, pues nunca reparaba. ¿Cuando Dios da hasta los costales presta? Pensaba Elías. Pero lo peor no era que el macho reparara, sino que lo hiciera de manera tan extraña: el animal poco a poco se iba elevando en cada reparo, hasta dos, tres y cuatro metros. Y resoplaba de manera horripilante. Solos, hombre y animal (o lo que fuera) en aquel paraje solitario. ¡Ave María Purísima! exclamó Elías, escalofriado hasta el sur del espinazo y al tiempo que se prendía de la alta rama de un árbol de arrayán. Desde arriba miró espantado cómo el animal desaparecía entre el breño, cual si fuera en busca de la “Josca”.

Luego de un rato, el vaquero descendió del árbol y recorrió en sentido inverso su camino. Grande fue su sorpresa cuando, al llegar a la pequeña explanada, miró a su montura, cual la había dejado, atada al árbol de capomo. El macho prieto estaba fresco y apacible, en espera de su amo. Elías comprendió que éste no era el mismo animal que había montado hacía unos minutos.

Dicen (ya ven la gente cómo es), que desde entonces vinieron sus males; falleciendo después de algunos meses.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *