Capos y políticos: tierra de nadie

*El crimen organizado, que no se limita al narcotráfico, cada vez se va mimetizando más a la sociedad; combatirlo, afirma el autor, implica una estrategia parecida a la guerra, que puede durar varias generaciones. La complejidad del reto es que, en esta lucha, no siempre se sabe quién es el enemigo…

(Tercera de cuatro partes)

V. En nuestros días, el concepto de crimen organizado se refiere a la estructura de grandes grupos dedicados a actividades ilícitas, establecidas como grandes corporaciones de carácter agropecuario, industrial, comercial y financiero, a través de las cuales se ocultan operaciones criminales.

Esta forma corporativa implica una estructura directiva, cuadros operativos, acervo tecnológico, ciclos de financiamiento, relación con otras corporaciones criminales, programas de expansión, jefaturas de proyecto, entrenamiento y desarrollo de personal, actividades de reclutamiento y control interno. En fin, todo aquello que podría tener cualquier gran corporación lícita.

Se advierte, claramente, la diferencia que existe entre la organización criminal y otras formas rudimentarias de asociación delictuosa, como la pandilla. Los distingos no sólo tienen que ver con su alcance, sino con su permanencia, su complejidad estructural y su nefasto profesionalismo.

Pero, además, tiene otros ingredientes de distinción. Quizás el más exclusivo y el más peligroso sea su mimetismo. En muchas latitudes, las organizaciones criminales cuentan entre sus activistas con personas dedicadas profesionalmente a giros lícitos tales como el comercio, la banca, la tecnología, la comunicación y la política. Esta capacidad mimética es una de sus fortalezas más inexpugnables y más estratégicas.

Si se observara a los actuales capitanes del crimen organizado en México, pensemos en los que se encuentran en prisión, se puede advertir en ellos características comunes: imagen de rudeza, escasa escolaridad, habilidad gatillera, perfil de hombres formados a sí mismos. Pero la siguiente generación de capitanes del crimen y no necesariamente me refiero a sus descendientes biológicos sino a sus sucesores organizacionales, serán sustancialmente distintos y mucho más miméticos.

En 20 años o acaso en 10, los capos mexicanos serán como nosotros: tendrán respetabilidad, posgrados universitarios y un lugar en la sociedad. Muchos de ellos habrán sido o serán compañeros nuestros de escuela, de club o de trabajo.

¿Por qué lo decimos? Sencillamente porque la grande y creciente complejidad de estas organizaciones lo reclaman. Como ejemplo, podemos recordar que una organización criminal mexicana contaba entre sus operarios con entre 25 y 37 mil individuos. Es decir, se trataba de una organización del tamaño de cualquiera de los dos grandes bancos mexicanos.

Esto nos obliga a pensar que no se escogerá, en el futuro, para cuidar organizaciones de esa complejidad, al mismo individuo que se escoge para cuidar una puerta o una aeropista, así como no se escoge para lavar su dinero al mismo sujeto que para lavar su automóvil.

Vale recordar el itinerario histórico en otras latitudes. Durante los años 30, en Estados Unidos, la prohibición hizo florecer organizaciones ilícitas formadas por individuos como los hombres que hemos descrito. Hoy, sus sucesores tienen tres generaciones de ser ricos y de contar con lo que el dinero da: educación, posición, renombre y mando. Quizás ellos mismos no tengan armas ni las saben utilizar ni lo requieren. Ellos ya no son ejecutores; ahora son ejecutivos. Los ejecutores que trabajan para ellos ni los conocen ni saben para quien trabajan. En materia de crimen, nunca ha habido en la historia un mimetismo más extremo.

En muchos países, el crimen organizado significa muy diversas especialidades: tráfico de armas, subversión profesional, terrorismo, espionaje, contrabando, defraudación fiscal, lavado de dinero, juego, piratería intelectual y de patentes, robo de obras de arte, delitos financieros, fraudes colectivos, delincuencia cibernética, uso indebido de telecomunicaciones, tráfico de
vehículos, venta de protección, comercio de órganos, tráfico de niños, prostitución, robo de patrimonio histórico y otras más.

En México, al hablar del crimen organizado, lo hemos entendido fundamentalmente como narcotráfico. Es cierto que el narcotráfico y la farmacodependencia parecieran ser un signo inequívoco de los tiempos actuales, una característica de esta era que puede convertirse, además, en el sello de una o de varias generaciones. Pero, más allá de estas razones, no debemos restringir el concepto a esta especialidad.

Una sola década fue suficiente para modificar el panorama del narcotráfico y la farmacodependencia en términos objetivamente alarmantes. Hacia 1982, el tráfico internacional de algunos narcóticos, como la cocaína, se contaba por gramos, se desplazaba en vehículos comerciales y oculto en la más variada sofisticación de artículos y prendas de uso común. Ya para 1992 ese microtráfico era historia olvidada y leyenda lejana, ante el embate de un tráfico internacional que, en los tiempos actuales, se cuantifica todos los días en toneladas, que se desplaza en turboaviones propios y con la conspicuidad que da la tecnología asociada con la corrosión moral.

Las respuestas de Estado han sido, desde luego, intensas, versátiles y vertiginosas. En el mismo periodo se pasó de la revisión de maletines a la persecución aérea. De los esfuerzos internos aislados a la cada vez más intensa colaboración multinacional. De su conceptualización como un asunto de policía a su enfoque ineludible como un problema de Estado.

El desafío de la humanidad, en este sentido, no tiene precedente en la lucha contra el crimen. Nunca antes los hombres se habían enfrentado a un fenómeno delincuencial con capacidad organizativa para operar, simultáneamente, en todo un continente o en más de uno; con recursos que, en ocasiones, superan las posibilidades financieras de los países en los que actúa; y con una penetración, en las esferas del poder y del dinero, hasta ahora incomparable.

La movilización pública, en muchos países, ha implicado, en términos cuantitativos de individuos y de recursos, lo que sólo reclamaría un estado de guerra. El reciclaje de los excedentes financieros del narcotráfico ha producido una acumulación de riqueza ilícita, estacionada en los principales centros financieros y una capacidad de incremento productivo que determina alarmantes estancos de droga. Es razonable estimar que la oferta para satisfacer la demanda ilícita de estupefacientes de los próximos cuatro o cinco años ya está producida, almacenada y dispuesta para su distribución.

Son importantes los esfuerzos que las naciones han desplegado en contra de este mal universal. Pero no es superfluo reflexionar, una vez más, sobre la necesidad de una actitud cada vez más decidida que se resuelva por lo menos en la vertiente de la concientización, de la regulación y del funcionamiento de las sociedades y los gobiernos.

Se requiere fortalecer nuestra conciencia frente al asunto. Debemos tener claro que la lucha contra el crimen organizado es en serio. Es una lucha total y global. Total, porque no existe espacio del interés colectivo que no se vea amenazado por las organizaciones criminales del narcotráfico: la salud, la economía, la cultura, la seguridad pública, la seguridad nacional, el Estado de derecho, la integración familiar y la estructura de valores, entre otros.

Es global, porque nadie es ajeno ni inmune a sus riesgos y daños. Sin embargo, frente a las cuestiones del narcotráfico, todavía existe en algunos segmentos de la población algo así como un síndrome de Atlántida: creen que sucede en otro lugar, en otro tiempo, quizás en otra dimensión, pero no en México. La verdad es que la lucha contra el narcotráfico se libra en nuestro territorio, en nuestra sociedad, en nuestros días. ¡Vamos!, cerca de nosotros.

De ahí la necesidad imperiosa de que el Estado asuma las posibilidades para una respuesta adecuada. En ella deben protegerse los derechos fundamentales del individuo y de la sociedad. Pero además debe lograrse la eficiencia necesaria para el combate externo contra el crimen. No basta un Estado que no haga daño. Se requiere, además, que haga el bien. No es suficiente un Estado inocuo; es imprescindible un Estado idóneo.

Una ocasión señaló el juez italiano Giovanni Falcone que no se puede combatir el crimen organizado de manera desorganizada. Esto encierra una lógica incuestionable.

Podemos agregar que en la lucha de la ley contra el crimen no existe ni el vacío ni la tierra de nadie. La tierra de nadie es una creación fantástica de los ingenuos. El espacio que no ocupa la ley, lo ocupa el crimen, pero no queda vacío. No debemos caer ni en la complacencia ni en la inconsciencia que nos haga ceder los espacios de la ley, cuya recuperación cuesta mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucho sufrimiento.

Los graves sucesos de los tiempos recientes me han hecho recordar que, hace algunos años, cuando llegué a trabajar en la PGR, escuché a varios especialistas decir que el crimen tenía generaciones evolutivas. Ante ello, mi primera reacción fue de incredulidad y desconfianza. Pensé que esos sabios estaban seducidos por la novela y las películas de El Padrino y nos querían vender el cuento de que Marlon Brando se convertiría en Al Pacino.

Estaba yo como aquel sordo de mi pueblo que caminaba sobre las vías del tren mientras otros le gritaban que allá venía “la máquina” y él proseguía su marcha con el ferrocarril a sus espaldas. Pero, para mi bien, pronto me convencí y hoy lo confirmo: que el sistema criminal tiene diversas generaciones que mutan con mayor velocidad que los rotavirus y se inmunizan casi con automaticidad. El entenderlo me permitió servir a la procuración durante casi tres sexenios con referentes de realidad y de actualidad.

En palabras muy sintéticas, la primera generación delincuencial es la tradicional de pillería. La segunda, la etapa corruptiva. La tercera, la delincuencia organizada. La cuarta es la transnacionalización. La quinta, la deshumanización. La sexta, el terrorismo. La séptima, la subversión. La octava es la politización del sistema criminal. Y la novena generación es la regencia criminal.

En aquel entonces del que hablo estábamos al fin de la segunda e inicios de la tercera. Hoy estamos comenzando la sexta. Hemos recorrido cuatro generaciones evolutivas del crimen en tan sólo 30 años.

En un itinerario histórico, la delincuencia tradicional y primitiva actuó a escondidas de la autoridad. Es en la penumbra donde ejerció con la pretensión de no ser perseguida ni castigada, por la simple razón de la ignorancia oficial. El manual delincuencial contenía más de cien artilugios de embustes.

Pero conforme la trama delincuencial se volvió mas sofisticada, el crimen a escondidas resultó ineficiente y anacrónico. En esta segunda etapa, la delincuencia actuó con el conocimiento pero, también, con el consentimiento de las autoridades. Es decir, en una estructura de corrupción sistemática.

Más tarde, el delito se volvió un fenómeno corporativo que implica una estructura directiva, cuadros operativos, acervo tecnológico, ciclos de financiamiento, relación con otras corporaciones criminales, programas de expansión, jefaturas de proyecto, entrenamiento y desarrollo de personal, actividades de reclutamiento y control interno. En fin, todo aquello que podría tener cualquier gran corporación lícita.

Se advierte, claramente, la diferencia que existe entre la organización criminal y otras formas rudimentarias de asociación delictuosa, como la pandilla. Los distingos no sólo tienen que ver con su alcance sino con su permanencia, con su complejidad estructural y su nefasto profesionalismo.

Después se transnacionalizó y la ley se enfrentó a un fenómeno delincuencial con capacidad organizativa para operar continental y globalmente.

Luego, se deshumanizó. Crímenes atroces. Miles de ejecutados. Mutilaciones y decapitaciones. Matanzas cotidianas. Hoy, estamos llegando al terrorismo, sexta generación evolutiva criminal.

De proseguir así, vendrá la etapa subversiva, para desacreditar y debilitar al Estado. Más tarde la politización en la cual la organización criminal ya no pretende comprar ni vencer a la autoridad, sino sustituirla. Y, por último, la regencia. Ocupar su lugar y atribuciones. Sentar a alguien de su grey en el sillón de la autoridad. Regir la vida nacional.

VI. La guerra interminable

Los recientes eventos mortuorios en contra de altos jefes de las corporaciones policiales, la ola creciente de ejecuciones en el bajo mundo, los alarmantes decomisos de grandes cantidades de droga y de dinero, la imagen desafiante de las fuerzas del gang, la conspicuidad llevada hasta la insolencia, la violencia tan sofisticada y otros signos ostensibles han llevado a muchos mexicanos a la interrogación de quién va a ganar esta guerra. Más aún, si es que alguien va a ganarla.

Porque la lucha del Estado en contra del crimen en mucho se parece a una guerra, pero no son iguales y resulta de vital importancia el tener en consideración sus naturalezas y sus especificidades. Por eso no debiera ser conceptualizada bajo una perspectiva militar, sino bajo una óptica política. No debiera, tampoco, operarse bajo los rudimentos de la milicia, sino bajo los instrumentos del Estado.

Ambas contiendas, la militar y la delincuencial, tienen apariencias similares pero naturalezas distintas. En ambas participan las pistolas. En ambas hay muertos. En ambas algo se encuentra en disputa. Hasta allí sus semejanzas.

Pero sus diferencias comienzan por lo que tiene que ver con los sujetos. En la guerra el enemigo y el aliado están identificados, mientras que en la batalla contra el crimen no siempre se sabe quién está de nuestro lado y quién está en contra nuestra. Sobre todo en lo que concierne a la delincuencia organizada el enemigo penetra y convive con nosotros.

Una segunda diferencia proviene de sus aspectos objetivos. La guerra suele tener objetivos específicos mientras que la lucha contra el crimen no los tiene. Por eso, en aquella pueden existir las personas y las zonas neutrales mientras que en el campo de la criminalidad no existe la tierra de nadie. Siempre hay alguien que manda. Si no son los unos son los otros, pero el bastón de dominio no queda sin utilización.

Una tercera diferencia se origina en los tiempos. Las guerras terminan. Todas han terminado por largas que hayan sido. Alguien venció. Alguien fue vencido. O todos empataron. Pero la lucha contra el crimen, sobre todo el organizado, nunca termina. Ojalá en eso tuviera las ventajas de las guerras. Pero esta lucha es eterna. Siempre existirán los cárteles. No se van a acabar ni a desaparecer. Ésa es una mala noticia. Pero tampoco desaparecerán las procuradurías. Nunca serán aniquiladas. Ese es el lado bueno del asunto.

Estas diferencias ontológicas que, en lo fenomenológico, se presentan en cuanto a los individuos, en cuanto a lo que se juega y en cuanto a lo que duran, obligan a los responsables en jefe, dentro del Estado, a resolver una serie de preguntas que tiene que ver con la determinación de los planes, de los programas y de las acciones que tendrán que comandar durante su mandato como jefes de uno de los bandos de esta lucha.

Por eso los presidentes y los procuradores deben aplicarse, primero, a la instalación de sus coordenadas de estrategia a partir de conocer y de aceptar las circunstancias de combate que hemos mencionado. Nadie puede auxiliarlos en eso. Son ellos, de manera indelegable, quienes tienen que asumir cada posicionamiento para regir a sus dirigidos.

Se me ocurre un mero ejemplo, relacionado con su característica de duración indefinida. Para ello sírvase el amable lector pensar por un minuto en los equipos de una liga deportiva. Tomemos la de futbol. Ningún dueño de equipo, ningún entrenador, ningún aficionado pensaría con seriedad que su equipo conquistara el campeonato de hoy y para siempre. Que los demás equipos quedaran vencidos por la eternidad. Que se resolviera la contienda en definitiva y sin ninguna revancha. Esto sería de lo más absurdo y de lo más ilógico.

Pero nada de eso. Lo único que les interesa y lo único que cuenta es el campeonato de hoy. El del año pasado ha quedado en la historia. El del año próximo no tiene ninguna importancia. Sólo existe el presente y sólo se aplican a ganar el juego de hoy. Ese sentido práctico de la contienda es parte de la lucha contra el crimen organizado. Carece de sentido querer remitirlo para toda la eternidad. Quien así lo piense y quien a eso se aplique no recogerá más que derrotas y fracasos. Pero quien se aplique a ganar la lucha de este año, quizá podrá sumar su éxito al que pudiera obtener el año entrante y así sucesivamente.

Eso es parte de una contienda que es primordialmente operativa y esencialmente ejecutiva.

Siempre ha sido muy difícil predecir la duración de una guerra. Más complicado, aún, adivinar los tiempos para la reconstrucción. Eso es algo que nos preocupa a muchos mexicanos cuando pensamos en la actual guerra contra las organizaciones delincuenciales y su consecuente reconstrucción nacional.

Porque el asunto es muy serio. No todo queda en el terreno de los pronósticos sino que, a diario, se muere mucha gente, de la buena y de la mala. Se dice que mueren miles cada año. Pero la solución no está en que los mexicanos se culpen entre sí. El pleito político podría ser ameno, a no ser porque el tema es muy dramático.

En todas las guerras, los estrategas pueden calcular las consecuencias del tiempo. Unos pueden suponer que si su guerra dura tres años la perderán por desgaste, mientras que los contrarios pueden presumir que si aguantan esos tres años, vencerán por resistencia. Y los dos bandos pueden tener razón y acierto en sus cálculos. Lo que no siempre pueden anticipar es si la guerra durará dos o 20 años.

Así estamos en nuestra guerra. No sabemos si va a durar tres sexenios o dos generaciones. Lo que todos sabemos es que no terminará antes de 10 años. Pero no sabemos cómo va a terminar. ¿Con una victoria? ¿Con una derrota? ¿Con una tregua? ¿Con una rendición? Yo no lo sé y no sé de nadie que lo sepa. Pero los presentimientos son pavorosos.

Después de esa catástrofe tendrá que venir la reconstrucción. Al igual que la guerra, es impredecible en tiempos, en esfuerzos y en sufrimientos. Pensemos en nuestras guerras del siglo XIX. La reconstrucción nos llevó 40 años, diez de ellos en la luminosidad de “la república restaurada” y 30 en las tinieblas de la dictadura que le prosiguió. Después, tributamos un millón de vidas durante los casi 20 años de la guerra revolucionaria, contados desde el primer balazo de los Serdán, en 1910, hasta el último disparo de la Cristiada, en 1929. Después de ello, otra sufrida reconstrucción.

Recordemos a Japón y a Alemania, dos potencias devastadas por la guerra. Para 1960, a quince años de su rendición, todavía sufrían pobreza, vergüenza y humillación. Los agentes comerciales japoneses recorrían el mundo “marchanteando” cámaras fotográficas y radios de transistores. La ignorancia de muchos gobernantes y empresarios los inducía a no recibirlos, temiendo que, en sus cuerpos, portaran contaminaciones radioactivas. Para 1975 ya eran nueva potencia. Pero sufrieron 30 años de reconstrucción.

El proceso alemán no fue más terso. Cargaban pobreza y deudas. De las monetarias y de las históricas. Pero tenían que reconstruir desde sus plantas industriales hasta sus orquestas sinfónicas. Y, en ocasiones, ambas cosas con los mismos hombres. Muchos de sus grandes músicos filarmónicos pertenecían meritoriamente a la orquesta, sin cobrar sueldo porque no había presupuesto. Ellos comían de su salario como empleados o como obreros. Iban de la fábrica al ensayo. En sus “lockers” fabriles, muchas veces se guardaban oboes y violines.

Pero, al igual que Japón, para 1975 ya eran potencia, de nueva cuenta, a costa de 30 años de sufrimiento reconstructivo.

Esa es la incógnita mexicana para el futuro. Las consecuencias destructivas de una guerra injusta pero real. Lo que ella afectará en vidas, en economía, en política, en instituciones y hasta en cultura. Lo que de ello quedará afectado, herido o, quizá, hasta despedazado.

Pero, como consecuencia de ella, está la ineludible reconstrucción nacional. La reparación y la restauración de las corporaciones policiales, de las fuerzas armadas, del sistema de justicia, de la organización financiera, del ejercicio político, de la cultura de legalidad y hasta de la vida personal o familiar. En una palabra reponer, en lo posible, todo lo que hayamos perdido.